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ISSN 1989-4163

NUMERO 34 - JUNIO 2012

Burger Story

Paco Piquer

            Suele almorzar a diario en un impersonal restaurante de comida rápida. Como tantos otros empleados de su oficina, malgasta la escasa hora del mediodía en “alimentarse” en aquel burger aséptico, sistematizado; lleno de reflejos de neón sobre plásticos y colores fríos. Su vista fija en un punto indefinido. Nada en absoluto altera su abstracción mientras mastica como un autómata su “Big Mac” o su “Mac Pollo”. La salsa especial se escurre entre sus dedos y mancha, dejándole una brillantez grasienta, su barbilla. Algunas veces se siente tentado a pedir el “Happy Meal” para distraer aquel tedio infinito de sabores impersonales, montando las inevitables figuritas de Hello KittyCars de turno que acompañan siempre la comida de los más pequeños. Niños alienados ya para un próximo futuro de sintéticas sensaciones. Pero una especie de temor absurdo a hacer el ridículo le obliga a circunscribirse a los aburridos menús para adultos cuadriculados. Hasta las empleadas de las cajas resultan calcos perfectos. Las observa fijamente mientras aguarda en la cola. El “trainer” debe ser eficacísimo. La comida de coco inconmensurable. Como en una letanía, repiten  ¡¡Gracias!! a algún ser invisible en la cocina al ordenar o retirar su pedido. Del mismo modo, los seres invisibles situados tras la barricada de acero inoxidable 18/8 de la mejor calidad responden con otro gutural ¡¡Gracias!! distorsionado por el interfono, al confirmar la comanda o anunciar una nueva remesa de “Quarter Cheese Burger” o de “Caprices du Mâitre”, que se deslizan por un tobogán. En el “front line”  los depositan en bandejas. Después de pagar su consumición,  los clientes rastrean por entre las mesas abarrotadas un lugar donde ubicarse para dar comienzo al festín. Los amorfos uniformes grises de los empleados no aportan contraste alguno a la devastadora decoración. Sólo el amarillo logo o emblema de la multinacional, a semejanza de los labios menores de una vagina después de la ablación del clítoris, resalta, tímido, en aquel estúpido gorrillo. Sobre el árido decorado, la fotografía enmarcada del empleado del mes preside la gran sala. Para su gusto falta un busto, un monumento, un altar, al gran, al sublime Ronald Mc.Donald, fundador del invento, e inscrita en el mismo la frase lapidaria: Yo creé el “Big Mac”, de ti depende que siga vigente“. En ocasiones, un empleado de rango superior, de rigurosa corbata color “amarillo corporativo”, traje azul eléctrico y chapa dorada identificativa, se sitúa en una de las mesas cercanas a la batería de cajas. Observa atento, con mirada inquisitoria, cada uno de los sincronizados movimientos de aquellos autómatas con gorro y realiza misteriosas anotaciones en un grueso cuaderno de anillas. La presión debe resultar insoportable para los empleados de uniforme gris y horrible gorrillo que hayan olvidado solicitar al cliente, como marca el manual, si desea la salsa “barbacoa”, “agridulce” o “curry” con que acompañar  los “nuggets”  y concederles una, dos o tres de ellas según las raciones sean de seis, doce o veinte unidades, de una especie de prensado de carne de pollo,  rebozado de forma adecuada y frito en aceite a doscientos ochenta grados. Ni uno más ni uno menos. Saben que de aquellas anotaciones del  supervisor depende la posibilidad de ser elevados  al título casi inalcanzable de “empleado del mes” y quien sabe si, algún día, superadas todas las pruebas, los contratos a tiempo parcial, los salarios de hambre y los trabajados ascensos, llegarán a vestirse con aquel elegante traje azul eléctrico y  la corbata amarillo corporativo y decidirán quien de aquellos desgraciados posará para la “polaroid” de la posteridad y lucirá su estúpida sonrisa desde la foto enmarcada que preside el chiringuito. Lo cierto es que aquel increíble mundo del “fast-food” le tiene obsesionado, trastornado. Sale del restaurante tratando de descifrar y de comprender, primero,  el grado de imaginación  y después,  el entrenamiento, la dedicación y la captación de mentes necesarios para que aquella empresa, máximo exponente de la globalización, sea  capaz de facturar cada año una cantidad de millones de dólares tal, cuya  cifra es incapaz de plasmar en un papel con todos sus ceros. Pero, de pronto, un día, todo cambia. Su fascinación alcanza caracteres extraordinarios. El habitual supervisor de traje azul eléctrico y corbata amarillo corporativo se ha convertido en una mujer. Y no en una mujer cualquiera. Mientras mastica los alimentos cuyo sabor familiar conocen de sobra sus pituitarias y que ya no aportan emoción alguna a su paladar, la observa, tratando de calibrar la figura que llena, en el sentido exacto de la acepción, el uniforme que con ella adquiere un aspecto descomunal, gigantesco. Incómoda, sin duda, ante la estrechez de la chaqueta, se ha despojado de esta prenda y las transparencias de la blusa permiten comprobar como el pujante, el enorme busto, encorsetado  en un sujetador del tamaño de alforjas, amenaza con descerrajar cuanto algodón, popelín o cualquier otra fibra, sintética o natural, se crucen en su camino, cual agresivo ariete. Como el voyeur que en un peep-show ha atiborrado de monedas la máquina que le permite la visión de su stripper privada, la hamburguesa que devora se torna, aparte de su almuerzo y como valor añadido, en el instrumento de pago de aquel espectáculo. Una rodaja de pepinillo casi entera amenaza con atragantarle cuando aquel globo uniformado cruza con él su mirada y le dedica una amplia sonrisa que él devuelve aún a fuerza  de engullir casi entero el último bocado. - ¡¡Qué bella es!! – se dice mientras, azorado,  limpia con una servilleta de papel los restos de lechuga que han quedado adheridos a la comisura de sus labios. Su obligación, su necesidad cotidiana de alimentarse es, desde aquel instante, placer absoluto, devoción infinita; ansia por contemplar a diario, mientras mastica, a su admirada maxi hembra. Ignora cuanto tiempo estará ella destinada en aquel restaurante y esa ignorancia le produce un desasosiego tal, que no ve más que el momento de abordarla para iniciar una amistad que ansiaría convertir, de inmediato, en amor, en adoración. De noche, en agitados sueños, la evoca, la idealiza e imagina como debe ser sumergirse en aquel cuerpo superlativo y más que en una penetración, en un ortodoxo coito, una pesadilla repetitiva le lleva a sentirse absorbido, tragado por una ballena como un vulgar Jonás, hallando en su propia deglución mil eróticos placeres.  En otras quimeras, los carnosos pliegues de aquel cuerpo se asemejan, para él, a olas de un mar embravecido y poblado de sirenas que le llevan con sus cantos al paroxismo del éxtasis. Ella también le observa con curiosidad. Le extraña su asistencia puntual y diaria al restaurante. Siempre a la misma hora. Siempre ocupando una mesa cercana desde la que puede observarla. Pero no es verdad. No puede ser verdad. Desde tiempo ha asumido que su gordura no atrae a los hombres más que como una insana curiosidad ante su cuerpo deforme. Alterada, decide poner fin a aquella situación. Cree él morir de la impresión al constatar que ella ha abandonado su grueso bloc de anillas sobre la mesa y se dirige hacia él. Decidida.  Arrolladora.  Su inmenso cuerpo en progresión constante que la merma de distancia acentúa. ¡Qué oportunidad! – se dice, calibrando la ocasión.-  ¡Ahora o nunca! – se insta mientras su voz dulce  le produce, al escucharla por primera vez, un efecto devastador  al tiempo que le envalentona. - Buenos días. – saluda atenta – En primer lugar, quisiera agradecerle su fidelidad a nuestra marca y a nuestro restaurante. Debo de imaginar que estará del todo satisfecho con nuestros productos y con nuestro servicio. – La frase ha sonado profesional, como salida de un tratado de relaciones públicas – Pero debería  explicarme – y regresa a la tierra, se convierte en un ser humano –  el porqué de esa forma de mirarme. Con sinceridad, – su tono adquiere un deje de reproche. De queja -  Me siento violenta ante su actitud. - El se queda mirándola. Mirándola a los ojos. La toma de una mano que ella, sorprendida, no retira y con voz de carnero degollado le dice. - Estoy loco por ti. Te quiero. Me enamoré de ti el primer día que te vi. – Toda una sarta de tópicos, de cursilerías. Palabras tiernas de novela rosa surgen de sus labios en una declaración  de amor espontánea. A bocajarro. Sumarísima. Ella retira su mano. Retrocede dos pasos y se sonroja al tiempo que balbucea algo ininteligible.  Vuelve a su mesa y toma de nuevo su grueso cuaderno de anillas y su mirada se pierde entre los oscuros empleados del horrible uniforme gris y  ridículo gorrillo, que ajenos a sus emociones continúan diciendo - ¡Gracias¡ - a los invisibles pobladores de detrás de la barricada de acero inoxidable 18/8 de la mejor calidad, mientras los “Big Mac”, los “Happy Meal“ y los “Caprices du Mâitre”, como en una mágica cascada, se depositan,  por encanto, en las bandejas de los clientes que, con una sonrisa estúpida, se afanan en encontrar un sitio libre donde ubicarse y comenzar el festín. Una romántica canción de Cole Porter se enreda en el ambiente en la cálida voz del empleado del mes que ha abandonado su fotografía y danza, alado, por entre las mesas.

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